Estás en el jardín

Pertenezco a una familia que en 1999 prioriza tener internet antes que cubrir otro tipo de necesidades básicas, en una época en la que con lo que costaba el la cuota de internet podías hacer la compra de la semana para una familia de seis personas (19.000 pesetas o 114 €). Las prioridades no siempre son racionales para los pobres. Fui privilegiada de tener unos padres con FOMO cuando aún no se había ni acuñado el término o ilusionados con la posibilidad de que aquella ventana al mundo nos aflojara a todas las cadenas de la presariedad.

He podido observar cómo internet ha pasado de ser un lugar de encuentro y comunidad, a convertirse en el lugar más hostil y sórdido del mundo en estos años.

Todo empezó a torcerse, como todo, cuando se privatizó el espacio de encuentro y conversación.

La llegada de la publicidad nos convirtió en el producto y nuestros datos personales de todo tipo son la moneda con la que pagamos el uso de las aplicaciones.

Este modelo, basado en vigilarnos y extraer nuestros datos, es un modelo de negocio. Como bien analiza Marta Franco en el libro "Las redes son nuestras" que me leí el verano pasado, la propia arquitectura de estas plataformas está diseñada para maximizar el engagement, sin importar realmente cómo el contenido va a afectar, porque afecta, directamente en la vida de las personas, discursos de odio, racismo, discriminación o el híper consumismo al que se nos incita.

El mal en internet no es un fallo del sistema; es necesario para que estemos interactuando, como apuntan desde Proyecto Una en el libro“La viralidad del mal” Se adapta, se reproduce y florece porque el algoritmo reconoce que lo visceral te hace reaccionar y tu reacción es un combustible de alta eficiencia para el negocio.

Hemos dejado que nuestros espacios públicos queden en manos de empresas privadas cuyo interés último no es tu bienestar, sino el beneficio económico.

El resultado es una profunda sensación de enajenación: habitamos lugares que no son nuestros, bajo normas que no hemos escrito y en las que nuestra voz es valiosa no por lo que digamos, sino como un patrón de datos para ser vendido.

La pregunta que me hago continuamente es si esto llegará a tocar techo algún día o si el mal y el odio dejará en algún momento de ser motor de reacciones y volverán a dar vergüenza.

El camino, aunque me cuesta mucho verlo, pasa por abandonar la comodidad del algoritmo y apoyar activamente alternativas más éticas y descentralizadas —como: Mastodon, Signal o PeerTube— que priorizan a las personas sobre los beneficios. Implica también una actitud individual de curar nuestros propios espacios digitales con cuidado y criticidad, y una colectiva de exigir regulación y educar en soberanía digital.

La soledad y las relaciones parasociales que este sistema fomenta debería hacernos reaccionar, pero nos enganchamos a las redes como sustitutos de la comunidad real que necesitamos para sentirnos parte de algo y la "modernidad líquida" de la que hablaba Zygmunt Bauman allá por los 2000, nos ofrece en un ciclo infinito, abandonando un enganche por otro, sin llegar a construir nunca un vínculo auténtico con nada.

Creo que la verdadera resistencia está en recuperar la lentitud y la vulnerabilidad de tener que asumir que no hay mundo que soporte este ritmo de consumo.

El internet que conocimos no volverá, la nostalgia se la dejamos a otros, tiempos pasados no es el ídilico lugar del pasado que algunos llegamos a habitar, romantizar el pasado es injusto para la historia de muchas de nosotras.

La solución y resistencia está en la soberanía digital. Aquí te ha hablado mi yo profesional que aún tirando piedras sobre lo que me da de comer veo necesario mencionar lo que deja a su paso.

Si te has encontrado palabras de las que desconoces su significado, te animo a buscar su definición como ejercicio creativo.